Bellísima imagen de madera policromada, vestida y con cabellera,
de unos 70 cm. de alto, de rostro “muy agraciado y devoto”, así como el Niño
Dios, que sostiene en su mano izquierda “mientras que con la diestra lo
estrecha amorosamente contra su pecho”.
En
su primer viaje a Sudamérica, el Papa Juan Pablo II exaltó el hecho de que
“mientras que la mayoría de los pueblos vino a conocer a Cristo y al Evangelio
después de siglos de su historia, las naciones del continente iberoamericano
nacieron cristianas”.1
Sin
duda, el país donde más se patentiza ese origen providencial de América Latina
es el Perú, con su portentosa gracia fundacional, atestiguada tanto por
múltiples hechos sobrenaturales como por inigualados frutos de santidad y
civilización cristiana.
Un
exponente de esa gracia primigenia, es la milagrosa imagen de la Virgen de
Guadalupe 2 venerada en la localidad del mismo nombre, en la provincia de
Pacasmayo.
Vivía
en Trujillo a los pocos años de fundada, hacia 1560, el encomendero Capitán
Francisco Pérez de Lezcano. Rico y muy estimado, la Corona le había concedido
tierras y otros beneficios en Chérrepe y Pacasmayo. De repente comenzaron a
aparecer en las más distinguidas casas trujillanas, pegados a sus puertas
durante las noches, extraños libelos infamando a sus moradores: hecho sumamente
grave, aún más considerando que la calumnia y otros delitos contra el honor se
castigaban entonces con severidad extrema, que podía llegar hasta la pena
capital. Se realizaron investigaciones sin resultado, hasta que dos testigos
declararon haber visto, el día en que apareció uno de los carteles
infamatorios, a un embozado con características físicas similares a las del
capitán Pérez de Lezcano regresando de madrugada a su casa. Sin más el
Corregidor de la ciudad mandó apresar al capitán, y tras un juicio sumario,
pese a que él protestó su inocencia, le hizo sentenciar a muerte.
No
le quedaba al reo sino poner su suerte en manos de Dios, y lo hizo por medio de
la venerada Virgen de Guadalupe “la extremeña”, una de las invocaciones más
populares de España, milagrosamente descubierta en el siglo XIV en una cueva en
las montañas de Extremadura, donde había permanecido escondida durante varios
siglos desde la invasión mahometana.
Pérez
de Lezcano, extremeño y devotísimo de la Virgen de Guadalupe, prometió a su
Patrona que si Ella le salvaba la vida traería de España una réplica de su
imagen y le erigiría un santuario en Trujillo. Y precisamente en la madrugada
del día marcado para su ejecución, un griterío “¡Aquí del Rey!” alborotó la
ciudad aún dormida. En la calle todavía oscura un vecino clamaba por ayuda
mientras forcejeaba con un embozado a quien había sorprendido pegando un cartel
infamatorio en su puerta. Rápidamente este fue reducido y resultó ser un
eclesiástico de mala reputación, que vivía junto a la casa del capitán y era de
su misma estatura. Así descubierto el verdadero autor de las calumnias, Pérez
de Lezcano fue liberado, su inocencia aclamada y su honor debidamente reparado.
Restaba
al agradecido capitán cumplir su voto. Viajó a España y, acompañado de un
escultor que contrató en Sevilla, se trasladó a Guadalupe, donde con permiso de
los custodios del santuario hizo tallar una réplica de la imagen (la cual no
debe ser confundida con su homónima de México. ² Una vez terminada la trajo
personalmente a Trujillo, donde fue festivamente recibida en 1562, y le hizo
levantar una capilla en su heredad de Pacasmayo, entregando su custodia a los
Padres Agustinos.
Tras
el fortísimo terremoto que arrasó Trujillo en 1619, el santuario se trasladó a
su emplazamiento actual, naciendo así el poblado de Guadalupe. En él se destaca
el templo, de reminiscencias góticas, concluido en 1643.
Estupendos
milagros obrados por la imagen desde su llegada al Perú le dieron rápidamente fama
en todo el Norte del continente hasta Centroamérica, y aun en Europa. De ellos
se enteró el Virrey Don Francisco de Toledo cuando partía para el Perú a tomar
posesión de su cargo. Frente a Cabo Blanco sobrevino una furiosa tempestad que
amenazaba echar a pique su escuadra, al punto que todos se dispusieron para
morir. En tal extremo, el Virrey hizo solemnes promesas a la Virgen de
Guadalupe; a su requerimiento todos la invocaron; y para admiración general, de
inmediato el mar se calmó. Tras el feliz desenlace el Virrey quiso desembarcar
en Paita y fue por tierra hasta Guadalupe, donde dio una gran limosna y en
nombre del Rey hizo donación a la Virgen de cinco pueblos: Guadalupe, San Pedro
de Lloc, Jequetepeque, Chérrepe y Chepén.
El
cronista de la Orden agustiniana, Fray Antonio de la Calancha, narra también
que se debe a esta imagen la primera resurrección ocurrida en América, en la
persona de un indio neogranadino llamado Hernando Tusa, cuando estaba siendo
velado en el santuario. Refiere asimismo el resonante caso de otro indio
llamado Alonso, apóstata y hechicero, “comensal del demonio”, que recibió una
doble gracia: primero la conversión y después la curación (era tullido de las
manos y en los pies). Pero quizás el más asombroso de los prodigios de la
Virgen de Guadalupe es el ocurrido con un soldado español en las costas del Mar
del Norte. Preso por desertor y condenado a la horca, a instancias de un
compañero que le contó el caso de Pérez de Lezcano, se encomendó empeñadamente
a la protección de la Virgen de Pacasmayo, y renovó su confianza en Ella a
camino del patíbulo. Al ordenarse la ejecución, la cuerda se partió
inexplicablemente y el condenado cayó al piso sano y salvo. El comandante de la
plaza, contrariado, hizo armar una cuerda más gruesa, y ordenó repetir la
ejecución. Para asombro de todos, la nueva cuerda también se partió. Obstinado,
el comandante mandó insistir con cuerdas cada vez más fuertes, pero todas se
partían al momento de ser ahorcado. El prodigio se repitió ¡siete veces!; hasta
que el comandante se rindió a la evidencia del milagro y, en medio de
aclamaciones concedió al reo la libertad. El feliz amnistiado vino en 1630 a
Pacasmayo como peregrino, para agradecer a la Virgen su salvación.
Las
convulsiones del período republicano y el anticlericalismo que entonces
campeaba determinaron que el santuario de Guadalupe —que fuera para los
Agustinos lo que Ocopa fue para los Franciscanos o Juli para los Jesuitas: su
más importante centro misionero— pasara al clero secular. Con el tiempo el
abandono fue tomando cuenta de la bella construcción. Hasta que hacia 1940 el
P. Santiago Wenceslao Aguilar, emprendió la restauración del conjunto y
gestionó además la coronación canónica de la imagen, aprobada por Pío XII y
realizada en 1954.
La
inolvidable ceremonia, presidida por el Nuncio como legado papal, fue
apadrinada por el presidente de la República y su esposa junto con las máximas
autoridades de Gobierno, legislativas y judiciales y militares de Trujillo,
además de alcaldes regionales de La Libertad, Cajamarca y Lambayeque. Al
colocar la corona en la venerada imagen, el Nuncio exclamó: “Del mismo modo que
por nuestras manos te coronamos en la tierra, así merezcamos que Cristo nos
corone de gloria en el Cielo”. La multitud prorrumpió en aclamaciones y
aplausos, mientras escuadrillas de aviones de la Base Aérea de Chiclayo
arrojaban flores y una corona de rosas sobre la imagen, las campanas de todos
los templos repicaban y la artillería militar disparaba una salva de 21
cañonazos. Se inició después la procesión más concurrida y solemne que el
santuario recuerda, con la Virgen de Guadalupe luciendo su hermosa corona de
oro, y ladeada de doce niñas simbolizando las doce estrellas de su aureola.